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.Rebuscó en las alturas,Ann Bonny, enganchada sólo de una mano, guindada al vacío, continuababatiéndose contra el comandante del brulote.El tipo se hallaba muycómodamente parado en sus dos pies encima del palo, jugueteando con supresa como si manipulara una marioneta.El pirata apretó los párpados alver que el comandante se disponía a cortar de un sablazo los dedosaferrados de Ann Bonny.Los abrió a la espera de contemplar el peor es-pectáculo de su vida, pero quien caía tieso y en picado al océano era elcomandante gracias a que Mary Read, situada detrás del hombre, yhaciendo gala de su magnífica puntería, le hizo estallar la Silla Turca trasejecutar un balazo a través de un agujero del ondeante Jolly Roger.Readsocorrió a Bonn, extendiéndole la mano tiró en peso de ella para ayudarlaa que se irguiera.Colocada junto a su amiga en el maderamen, hicieronequilibrio rehuyendo el tiroteo, lograron descender, y muy rápido sehallaron al mismo nivel que el resto de los combatientes.En medio de la batalla, y por el espacio de varios segundos, AnnBonny se sintió angustiosamente sola; en la embarcación vacía, dobladasobre babor a ras de mar, dominaba un silencio sepulcral.Entonces tuvouna alucinación, el encrespado oleaje se había transformado en unamonumental masa roja y viscosa que crecía a desproporcionada lentitud,encimándose a ella.Por tierra yacían Jeanne de Belleville y sus hijos,degollados, tintos en sangre.Y ella observaba todo eso como a través del,agujero de un bocal, o como si hubiese hundido la cabeza de nuevo en elremolino de la cerveza concentrada en un barril.El pirata acudió ligero a su encuentro, en el camino recibió lacortadura en la mejilla de un puñal que pasó rozándole, y que fue aencajarse en el hombro de Carty.-¡Amor mío, por un tris me salvé de guindar el piojo! -le informó Ann,que resoplaba sin dejar de batirse.-¡Lo vi! ¡No me dio tiempo, lo siento! -se excusó el pirata, mientrastrataba de destrabar la espada envainada en el costillar de un soldado.-¡Si no hubiese sido por Read, no estaría jodiendo a éste! -Rebanó deun golpe la mollera, dejando la masa encefálica a merced de la impiedaddel achicharrante sol.Read, por su parte, se batía contra tres vehementes espadachines, auno lo apartó de un balazo que le destrozó el pie, al segundo le dejó sincara tras llevarse de un sablazo la frente, las pestañas, la nariz y loslabios, al tercero le macheteó el torso dibujándole un titafó en las paletas.-¡Fuego, fuego! -vociferó el pirata, y las antorchas se multiplicaron.El navío empezó a arder, pero los españoles renunciaban a rendirse,continuaron batiéndose abordando entonces a su turno el galeón pirata.Para colmo, a uno de los oficiales, con toda evidencia el que dirigía la ma-niobra, se le ocurrió una salvajada, la peor de las ideas.Más que comosuposición, dando por sentado que el tesoro era tan o más importante que99las vidas de sus subalternos, dividió a sus camaradas, y envió a una buenaparte a recuperar el cargamento al brulote en llamas para que luegocondujeran la mercancía al Kingston, confiando en que la otra mitad de sushombres alcanzaría en breve vencer a los piratas; más tarde se apodera-rían de la embarcación y la harían suya, tirarían por la borda a losfilibusteros y se darían a la fuga a bordo del Kingston.Desde luego, JackRackham sonrió:-Magnífico, el muy estúpido nos está facilitando el trabajo.Como, en efecto, una vez que el botín estuvo a salvo en la cubierta delKingston, los españoles mostraron serias debilidades.El abusador esfuerzoocasionado por el transporte había fatigado a unos, y los que peleaban sinduda se sentían desmoralizados por haber perdido el Santa Cara II, y paracolmo haber sido abandonados en aras de salvar de manera prioritarianada más y nada menos que la mercaduría, en el preciso momento en quesus vidas peligraban, aunque continuaron peleando sin dar su brazo atorcer, pues la terquedad los hacía imaginarse, tarde o temprano,vencedores.Por el contrario, la presencia de los cofres de madera preciosa, o cuero,tachonados en clavos de bronce propulsó a extraordinarias dimensiones lamoral y la fuerza de los desalmados bribones que asediaban a los marinosdel Santa Clara II.Triunfaron los piratas; para colmo de bienes, el botín no medía encalidad e importancia exactamente lo que el capitán Charles Johnsonhabía predicho sino que en estimación cuantitativa sobrepasaba lasexpectativas: pedrerías entre las que se encontraban diamantes, perlas,esmeraldas, rubíes, zafiros, aguamarinas, turquesas, lapislázulis, bolsasde monedas de oro y de plata, botijas de ron, pellejos de vino, penachosreales robados a los caciques indígenas asesinados, y un bien preciosísimo,considerando sobre todo la poscontienda: el botiquín quirúrgico, unarmario de caoba abastecido de medicamentos y remedios; además debaúles repletos de elegantes vestuarios masculinos y femeninos.Para lospiratas que, en revancha con los bucaneros, se consideraban ultraele-gantes, y cuidaban, minuciosos de su aspecto, e imponían inexorablementesu hiperbólica vanidad ante cualquier otra afrenta, aquellas prendas ymaquillajes les vinieron de perilla, cual don divino.Los tiburones dieron cuenta, en razón de dos horas, del colosal banqueteque significaron las víctimas; y los prisioneros fueron encerrados demomento en el pañol de la jarcia, hacinados junto al bodegón, en espera deconvencerlos mediante torturas y engaños de que se unieran a losfilibusteros, o simplemente, en caso de que se negaran a contribuir a lapiratería, con el fin de abandonarlos en un cayo desierto.La tozudezpropició lo último.Salvo un joven soldado inglés de nombre y apellido MattSinclair, y otro holandés, Hug Valmer, que se animaron a sumarse a CalicoJack, el resto, o sea, los españoles, se negaron a engrosar las filas enemigas,pese a los abusos y chantajes a que fueron sometidos.Desamparados a susuerte, naufragaron en un islote de arenas muy nítidas, en un preciosoatardecer de la sofocante primavera de 1720.100Asaltando la balandra Niña Esther, los piratas no sólo lograron nutrir elmito quimérico y su concreto objetivo, avituallarse de agua, vino, ron,cerveza y miel, sino que una vez exterminado y apresado el equipaje, usaronla balandra para transportar el botín anterior y el recién adquirido a una delas islas previstas para el enclave.Con el ataque a la Sefaria y al Dionisio,se apertrecharon de perlas, carnes y pescados salados, y toneles de ron.Jack Rackham gozaba, sin embargo, neurótico, de la victoria, y antes deguardar en la caja fuerte de su camarote los planos atesorados besó fuera desí los rollos de pergamino y rogó al cielo que sus sueños se cumplieran acabalidad, y añoró devenir el hombre más poderoso del Caribe.Al Sans Pitié no fue difícil desarbolarlo; uno de los esclavos moros seagenció frascos de opio y emborrachó a la tripulación entera, incluidos lospapagayos, con el fin de liberar a los negros y a los demás moros de lascadenas opresoras; pero no le dio tiempo de persuadir a los presos deahorcar con retazos de seda a los franceses y holandeses.Los esclavos,desvanecidos, tumbados en tremenda pea colectiva, pues sufrían tanto desus llagas y cicatrices, que antes de llevar a cabo la venganza, se aba-lanzaron en tropel a los frascos de opio, lo que dio por resultado un buquedrogado hasta la cocorotina
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