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.Lo cierto es que Arnault no me reconoció y se adentró en la capilla, con el arzobispo al lado.Estaba notoriamente molesto con la situación, pero no pod�a interrumpir el salmo.Sus ojosdorados se desviaron t�midamente hacia el arzobispo, cuyo rostro se hab�a convertido en unam�scara de desaprobación.Not� que las hermanas se pon�an inquietas, y movimientos min�sculos y casi impercep-tibles las agitaron como la brisa levanta las hojas secas.Me hab�a ocupado de que Tomasine,Virginie, Marguerite y las m�s sensibles ocupasen los primeros bancos; parec�an atontadas yobservaron, con la mirada vidriosa y asustada, a los visitantes que avanzaron lentamentehacia el altar.Sólo necesit� pronunciar una palabra para que la trampa se desencadenase: Bienvenido.Lo vi comenzar.Una cara que miró hacia arriba y luego otra.durante unos segundostuve la certeza de que me hab�an descubierto, pero esos ojos no ve�an.Otro rostro miró hacialo alto, con los brazos extendidos con s�bito arrebato y, enseguida, un estremecimiento reco-rrió la congregación entera; como si de fuego se tratara, saltó de una monja a otra.El salmocomenzó a entrecortarse y se detuvo cuando comenzaron los gritos, las s�plicas, los conjurosy las obscenidades.Desde la �ltima vez que la hab�a visto, la misa bailada se hab�a vueltom�s refinada.El pandemónium deshojó nuevos p�talos ante el reci�n llegado: pavoneos,cabriolas, ca�das de rodillas o faldas levantadas con descarada lascivia.Al cabo de unossegundos ser�a imposible detenerlo.Agitaron los brazos en medio de la atmósfera cargada dehumo.Las caras afloraron a la superficie justo el tiempo suficiente para sumergirse una vezm�s en medio de chillidos desesperados.Se rasgaron las vestiduras y se las arrancaron.Siem-pre deseosa de llevar la delantera, Virginie comenzó a girar desaforadamente y las faldas searremolinaron a su alrededor.El espect�culo cogió al obispo totalmente por sorpresa.Estaba tan alejado de lo que espe-raba que se quedó embotado y, en medio de los gritos y las escenas de caos, siguió buscandoel triunfal cuadro vivo que esperaba.Isabelle lo contempló desde su sitio junto al brasero, con199 JOANNE HARRIS La Abad�a de los Acróbatasel rostro escarlata por las llamas, pero no hizo adem�n de saludarlo.Clavó los pu�os a un la-do del pulpito y abrió la boca cuando el ruido fue en aumento y LeMerle se asomó a la luz. Bienvenido.Fue un momento para saborear.Intentad imaginarlo: �el m�s excelso descendiente de lacasa de Arnault con una monja semidesnuda a un lado, una ext�tica sonriente al otro y lasbestias salvajes del c�rculo infernal gru�endo, chillando y bramando a su alrededor, como lam�s infame y depravada de las atracciones secundarias!En un primer momento tem� que no me reconociera, pero lo que lo enmudeció fue la ira,no la incomprensión.Abrió desmesuradamente los ojos, como si con ellos pudiera devorar-me; tambi�n abrió la boca, pero no emitió sonido alguno.El ultraje lo dominó desde dentro,como a la rana de la f�bula, por lo que su voz, cuando por fin se hizo o�r, semejó un rid�culocroar: �T� aqu�? �T� aqu�?Todav�a no lo hab�a comprendido del todo.Era imposible que el padre Colombin Saint-Amand, el hombre con quien se hab�a carteado, fuese este tipejo.De alguna manera, elintruso hab�a ocupado el lugar del santo y las monjas.las monjas.Pues parec�a que lashermanas lo reconoc�an.Hab�an extendido las manos, y suplicaban y oraban.Hasta Isabelle.pobre ni�a, en los �ltimos meses hab�a perdido el color, y su rostro estaba arrasado por laenfermedad y la inquietud.hasta ella lo miraba como si fuera su salvador, y las l�grimasplatearon su carita tensa cuando estiró la mano hacia un objeto escondido detr�s del pulpito.La incredulidad y la estupidez mermaron sus facultades.No pod�a permitirlo.Hice se�asa Isabelle para que se contuviera y a Perette, que a�n permanec�a fuera de la vista, para queocupase su lugar.Simult�neamente, Arnault me miró como si alguno de los dos hubiera perdido loscabales. �T� aqu�! �Cómo te atreves? �Cómo te atreves? Vaya, me atrevo a todo.Usted mismo lo dijo en alguno de nuestros encuentros. Medirig� a las hermanas que, por curiosidad, hab�an abandonado su �xtasis y nos mirabanboquiabiertas : �No os advert� acaso que un rostro bueno pod�a ocultar a un ser malo? Elhombre que est� ante vosotras no es lo que parece.Control� a mi p�blico con un gesto cuando la congregación avanzó.Los guardias de li-brea del s�quito ya estaban separados de sus amos.El arzobispo quedó aislado, aunque mealegró ver que estaba perfectamente situado para ser testigo de todo, y sólo el obispo se inter-pon�a entre la congregación y yo.No acept�is que os digan que no merece la pena.Cuanto m�s tienes que esperar, m�sexquisito resulta.Percib� su miedo.muy poco, porque todav�a cre�a que se trataba de unsue�o, pero ya aumentar�a.A sus espaldas alguien gimió y se desplomó.Volvieron a mover-se inquietas: una cabrilla que muy pronto volver�a a trocarse en maremoto.Me quit� la cruzcogi�ndola de la tira de cuero y la puse ante mi cuerpo.Despu�s la deposit�, en aparienciacon descuido, a un lado del pulpito y aguard� el comienzo de la escena final.Supuse que era el momento en el que Perette deb�a hacer acto de presencia.Not� que,abajo, el barullo de voces disminu�a y en el discurso de LeMerle hubo un ligero titubeo que,salvo yo, nadie percibió.Apreci� su coordinación: la pausa durante la cual la monja imp�adeb�a hacer su �ltima y m�s espectacular aparición.A diferencia de m�, LeMerle no hab�a de-positado toda su confianza en Perette.La salvaje no era imprescindible para llevar a cabo sus200 JOANNE HARRIS La Abad�a de los Acróbatasplanes, sino un toque art�stico del que, en caso necesario, prescindir�a.Sin duda se llevar�a unbuen chasco, pero yo abrigaba la esperanza de que la ausencia de Perette no despertase sussospechas.LeMerle sab�a que Perette era muy voluble, y yo me dispon�a a jugarme la vidacon la esperanza de que no lo fuese.Demasiado col�rico como para mostrar cautela o curiosidad, el obispo avanzó variospasos.Era un hombre alto, m�s incluso que LeMerle, y desde mi percha parec�a un p�jaro,una grulla negra o tal vez una garza, cuando subió los escalones del pulpito y el h�bito aleteóa sus espaldas.El humo del brasero me irritaba los ojos y la lluvia chorreaba sobre mi cuello,pero no quer�a perderme ver la confrontación [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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