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.Tuve la impresión de que estaba loco y que esemurmullo era el de sus negros pensamientos repitiéndose una y otra vez, meramente unao dos palabras que resonaban incesantemente mientras rumiaba su venganza.Me puse en pie y vi que la noche era como cualquier otra.El viento soplaba por entrelos árboles, y la luna en cuarto menguante se cernía por el oeste.A lo lejos sonó el aullidode un lobo.Tenía los miembros rígidos a causa del frío pero no sentía deseos deenvolverme nuevamente en mi capa y en vez de ello tuve la sensación de que debíaabandonar ese lugar, que debía huir de algún peligro; y aunque ya no recordaba de quéhabía escapado antes sentí que la amenaza de ese peligro no había disminuido ni unápice.Estiré mis miembros y al mirar al suelo encontré este pergamino, que recordabahaber escondido entre las rocas.Y entonces lancé un grito ahogado y retrocedí tambaleándome, pues vi que habíaestado durmiendo a unos pasos de un negro abismo.Me pareció un pozo sin fondo ocuando menos de tal profundidad que la plateada luz de la luna y las estrellas jamáslograría llegar hasta él.Temblando arrojé una piedra en su interior y agucé el oído, perono pude escuchar ningún ruido, aunque estuve guardando silencio durante muchos latidosde mi tembloroso corazón.Aunque es posible que mi piedra siga cayendo para siempre en él, algo se moviódentro del abismo.Por más que no tuviera final si era limitado por los lados, y en loscostados del abismo vi girar pálidas ondas de luz entre el blanco y el verde, enjambradascomo hormigas que se arrastran sobre los muros de las tumbas selladas.A veces medaba la impresión de que las luces iban de un lado del abismo al otro, como murciélagoso luciérnagas.- Me encontrarás - dijo una voz a mi espalda -, pues ya he acudido.Me volví y vi a una joven que tendría unos quince años sentada sobre una piedra.Sutraje había sido tejido con algún oscuro follaje otoñal y en él se confundían los colores dela gridelina, el rojo oscuro y el amarillo; llevaba en la frente una estéfana con una gema deebonita.Aunque estaba sentada dándole la espalda a la luna pude distinguir claramentesu rostro, y tuve la impresión de que se encontraba enferma o hambrienta, como esosniños que venden sus cuerpos en los barrios pobres de las ciudades.- Muy pronto te preguntarás qué ha sido de tu pergamino - me dijo -.Yo lo conservarépara ti: ahora, cógelo y abandona mi puerta.Cuando la oí hablar tuve más miedo de ella que del abismo y quizá si no la hubieratemido tanto habría obedecido sus palabras.- Lo he apretado con lentitud, atándolo luego, y he pasado tu punzón a través de lascuerdecillas.Ponlo en tu cinturón pues tienes mucho que hacer antes de que puedasescribir de nuevo en él.- ¿Quién eres? - le pregunté.- Llámame la Doncella, tal y como hiciste en nuestro primer encuentro.- ¿Y eres una diosa? Pensé que no.Sonrió con amargura.- ¿Que seguimos entreteniéndonos en las guerras de los hombres? Ya no lo hacemoscon tanta frecuencia, pero el Dios Invisible flaquea y ahora ya no estamos perdidos en suluz.Nunca desapareceremos por completo.Incliné la cabeza.- ¿Cómo puedo servirte, Doncella?- En primer lugar, apartando la mano de tu espada, hacia donde ha ido de modoinvoluntario.Créeme, tu acero es impotente contra mí.Dejé caer las manos en los costados.- Segundo, obrando tal y como te digo, y por lo tanto aliviándome de la obligación queyo misma me he impuesto en bien de mi Madre.No lo recuerdas pero te he prometido quete reunirlas con tus camaradas.- Entonces, has sido más bondadosa de lo que merezco - repuse, casi tartamudeandopor la alegría que inundaba mi corazón.- Actúo por mi Madre y no por ti.No me debes ningún agradecimiento y tampoco te lodebo yo a ti.Si hubieras aceptado los golpes como habría hecho cualquier otro esclavo mitarea habría sido fácil.- No soy un esclavo - repliqué.Ella volvió a sonreír.- ¿Cómo, Latro? ¿Ni tan siquiera mío?- Soy tu adorador, Doncella.- ¡Ah, tan hábil con las palabras como siempre.! No hay hombre capaz de superar asus dioses, Latro, ni tan siquiera en la falsedad.- Dijiste que habías prometido llevarme otra vez con mi pueblo, Doncella.Si eso erafalso, mátame ahora mismo.- Mantendré la promesa que te hice - alegó relamiéndose -.Pero tengo hambre.¿Quépago me darás, Latro, cuando cumpla tu deseo? ¿Cien toros para que humeen sobre misaltares?Meneé la cabeza.- Si los tuviera, yo mismo me encargaría de sacrificarlos uno por uno, cantando para ti.Pero sólo poseo lo que ves.- Tu pergamino, tu espada, tu ceñidor, tus sandalias y esos harapos que vistes.Y tucuerpo.pero eso pronto me pertenecerá, no importa lo que ocurra.¿Serias capaz delevantarme un altar con todo lo demás?- Con todo, Doncella
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